jueves, 2 de diciembre de 2010

Adultez, 5 días seguidos de casualidades I

Ahí estaban, de nuevo, un año más. Las fiestas de moros y cristianos de mi barrio, aquellas en las que había crecido, con la gente que me había acompañado siempre. El XXX aniversario de mi comparsa relucía, no solo por la felicidad, sino también por la abundancia. Varios antiguos componentes habían decidido acompañarnos en esa fecha tan especial, otros tantos… llegaban nuevos ese año… como, por ejemplo, Rafa. Y dale. Llegó hasta tal punto al situación, que ya tenía asimilado que cada vez que viera a alguien de mi familia o relacionada mínimamente con las fiestas de M&C él… estaría ahí. Pero me daba igual. Desde el día de mi cumpleaños había perdido bastante peso, tanto… que me sentía guapa, y mucho. Mi cuerpo “de guitarra” seguía manteniendo las curvas heredadas de mi madre, pero más insinuadas, menos gorda, vamos. Relatar como transcurrieron cada una de las horas de esos 5 días de intensiva convivencia con familia, amigos y el hombre (sería hipócrita decir “chico”) que me gustaba, resultaría soporífero. Así que relataré alguna de las pinceladas que mas me impactaron.

Primera noche en la barraca. Felicidad, música, entusiasmo, ganas y calor… el calor deriva en bebida, y más en fiestas. Ronda de chupitos, para todo aquel que se apunte, en la mesa de la esquina. Voy de cabeza! Limón en mano, sal y chupito en la otra, me giro para ver si alguien más se apunta… y aparece. Ya éramos catorce, se colocó justo en frente. Brindamos a salud de los presentes y, justo antes de matar la bebida en sus labios, inclinó el minúsculo vaso, con ese toquecito de cabeza que se hace a modo de “a tu salud”. Se me caía el alma a los pies, y con demasiada frecuencia.

La noche siguiente fue pletórica, al menos a mi parecer. Si bien la compañía en conjunto no era suficiente, la suya resulto ser la gota que colmaba el vaso. Auténticamente atento, con cierto aire nostálgico, no parecía quitarme el ojo de encima… insisto: parecía. Con ciertas e incontables copas de más, aproveché que pasara por detrás de mi silla mientras rozaba tímidamente mi pelo, para pedirle que se para en seco y más tarde pedirle un “latino”. Sonrió y dijo: -¿con o sin hielo?- pensé que era una educada forma de decir que no, tres minutos más tarde, sobre mi mesa y ante mis ojos, apareció un latino justo como a mí me gustaba: con dos hielos, uno de ellos pequeño.

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