jueves, 21 de octubre de 2010

Adolescencia, la gloriosa época de “El Nirvana” II

Aquello pasó viernes. El sábado por la noche residí en otros labios. Un amigo reciente, Dani, algo más alto que yo, que se había empeñado en acompañarme en contadas ocasiones. Castaño, delgado, no demasiado guapo, pero con un “no sé qué que qué se yo” que me llevó al punto de abrir los ojos, y estar tan cerca de él, que no alcanzaba ver más allá de sus ojos. No hubo chispa ninguna, sinceramente, no me agradaron sus besos, ni mucho ni poco, y quise acarrearlo a la incómoda postura en aquellos sofás de obra y cojín del Nirvana. Sonreí y me sonrojé, ¿Qué cojones estaba pasando? Que puta me sentía en aquel instante. Al fondo del local estaba él, mi eslovaco preferido… mirándome. La chica del flequillo, como él y muchos otros me llamaban, le estaba dejando en evidencia. Porque sí, porque me daba la gana. Porque me apetecía, porque me sentía guapa y… porque no sé porque cojones hice esta gilipollez. Para que engañarnos. Nada más salir por la puerta, de camino a casa, Laura (que aquella noche dormiría conmigo en casa de mi abuela) me estuvo taladrando la cabeza con todos los reproches que el eslovaco le recalcó sobre mí. Al parecer se había sentido insultado “¿Cómo puede liarse con ese teniéndome a mí aquí? Con lo guapo que yo soy!” digamos que avergonzada era un adjetivo tan a la par como elogiada. Me dejó claro que él no estaría dispuesto a escuchar ningún tipo de perdón, que ninguna escusa le valdría, que ni se me ocurriera volver a besarle, ni tocarle, ni acercarme. -Pues que pena, no?- dijo ella, -Ya veremos-, contesté yo.

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