martes, 2 de noviembre de 2010

Adultez, la cuarta casualidad

Que nervios sentía, que extravagante era todo. Comenzaban los preparativos de una de las noches más importantes de mi vida. Aquella cena, preparada con tanto cariño y entusiasmo y en la que yo sería copresentadora del acto, me traía de cabeza. Ya no solo por el mero hecho de no saber que ropa seria más adecuada, o pronunciar correctamente los anticuados nombres propios, sino también por temor a sentirme sola en algún u otro aspecto. Yo debía estar en el restaurante antes, para probar el sonido y el video de la cena. Por el restaurante ya pululaban algunas manos que pretendían ayudar, y otros cuantos ojos que solo esperaban curiosear. Pregunté donde me sentaría yo, a lo que una de mis tías (que también organizaba el acto) me pidió que no me preocupara, ya que la lista con la organización de la mesas la colgarían cuando la gente comenzara a llegar al restaurante. Una vez todo listo para cuando el acto diera comienzo, salimos todos a la recepción, en la que me entretuve más de lo debido. Hice el ánimo de entrar cuando ya todos estaban dentro, comprobé en que mesa me había tocado. Papá, mamá, mi hermana, mi cuñado, dos parejas más yo y………. no me jodas. Rafael. Al parecer éramos los únicos impares. Entré y en mi mesa ya estaban todos sentados, dos sillas libres, la mía y la suya, una al lado de la otra. Odio esas situaciones. Sencillamente no soporto compartir el mismo espacio tiempo con las personas hacia las que siento algún tipo de atracción. Sea como sea, por extraño que parezca: cuanto más lejos mejor.

Dio comienzo la velada, sentándose él el último de todos los asistentes, saludando con su media sonrisa y sorprendido al verme. Tal vez por mi favorable cambio al arreglarme, tal vez porque no se esperaba que fuera yo la hija de quien, desde hacía unos meses y por recomendación de sus amigos le llevaba el papeleo laboral. Tal vez, quién sabe. No sé si fue bueno o malo, pero en aquella mesa redonda las conversaciones eran tan cerradas, que no me pude permitir el rechazar su oferta de conversación fluida. Tras su elección de lubina y la mía de entrecot, vino la fastidiosa pregunta…

-¿Tú qué edad tenias? –y al escucharlo se me cayó el tenedor al plato

-¿Qué edad me echas? –dije simulando con una de mis sonrisas nerviosas opr excelencia.

-Pues, no suelo tener mucho ojo para estas cosas… pero juraría que más de 22, no? Unos 24 como mucho

-El mes pasado cumplí 18, y tú? Qué edad tienes? –su asombro le impidió articular palabra hasta pasados 15 segundos

-En enero hice 28, me quedan pocos meses para los 29

-Que bien, genial –dije en un descarado homenaje a la ironía.

El resto de la noche en aquella mesa, aun armado con su traje gris de sofisticado seductor, solo consiguió entablar conversación con mi padre…y conmigo. Yo dudaba y tartamudeaba con infantilidad crónica, gesto que le pareció simpático, por suerte. Pasamos las horas hablando, riendo… en mi cabeza no tuve más remedio que admitirlo: “Alguien tan especial, no puede ser para ti.”

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